«Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo»

En este Domingo XXIV del Tiempo Ordinario, la Iglesia nos propone conmemorar en el día del Señor la Exaltación de la Cruz que se celebra siempre el 14 de septiembre con motivo de la dedicación de la Basílica del Santo Sepulcro en Jerusalén.
En el calendario litúrgico tenemos 3 fiestas que giran alrededor de la cruz y que convienen diferenciar. La fiesta por antonomasia es el Viernes Santo; le sigue la Fiesta de la Cruz celebrada el 3 de Mayo para conmemorar el día en que Santa Elena encontró en Jerusalén la cruz en la que fue crucificado el Señor Jesús en el 326 d.C.; y, por último, en relación con la fiesta anterior, tal día como hoy, el 14 de septiembre, la exaltación de la Cruz, se conmemora el día de la consagración de la Basílica del Santo Sepulcro en Jerusalén o de la Anastasis en el año 335 d.C.
De nuevo, en este domingo, la Iglesia propone a los creyentes volver sus miradas a la cruz para contemplar su incomprensible sabiduría, locura e imbecilidad para la sabiduría del mundo.
Una breve contextualización retrospectiva. Los primeros cristianos encontraron en el Antiguo Testamento la primera fuente de interpretación de la vida de Jesús. La cruz, en tanto que patíbulo en el que murió Jesús, planteba no sólo interrogantes interpelantes, sino incluso desconfianza: Jesús no parece tan poderoso que ni pudo con las envidias y celos; es más: ¿cómo es posible que quien es el Hijo de Dios para los cristianos haya muerto en manos de la injusticia, el complot y la corrupción? ¿cómo es posible que alguien inocente y sin culpa, sin haber hecho mal alguno muera como consecuencia de las envidias y celos? ¿No es Dios?
El pasaje del libro de los Números, que leemos en la primera lectura, sirvió a la Iglesia de los primeros siglos –y sigue sirviéndonos a nosotros– como interpretación de la cruz: Dios es capaz de convertir en instrumento de sufrimiento en instrumento de salvación y vida; de la misma manera que las serpientes mataban al pueblo de Israel con sus mordidas y una de ellas, fabricada en bronce, fue colocada por Moisés en un estandarte como medicina de curación, así es la cruz de Cristo. La serpiente, símbolo por excelencia del pecado, se transforma en medicina. La cruz, símbolo por excelencia de muerte, es convertida en instrumento de vida.
Pero sólo una mirada a la cruz, mejor dicho a Cristo cruficado en la cruz, hace posible reconocer nuestras heridas y, por tanto, hace posible que se abran las puertas de la vida.
La experiencia del abajamiento
La segunda lectura tomada de la Carta a los Filipenses nos propone una vez más la cima espiritual que alcanzaron los primeros cristianos antes de Pablo a la hora de identificar a Jesús y que consiguieron ponerle palabras: la experiencia del abajamiento.
La kénosis (vaciamiento) de Cristo no es solo un ejemplo moral para nosotros; es mucho más, es el camino mismo de la salvación. No se trata de un esfuerzo humano, sino de una gracia disponible para todos. La experiencia de sentirse grande, de naturaleza divina, cuando uno se abaja, se humilla, se hace pequeño, se expone, se arriesga.
Nicodemo y los clavos de la cruz
Sólo dos figuras masculinas aparecen en los evangelios asociadas a la cruz: José de Arimatea y Nicodemo. Ambos, aparecen en los evangelios descritos como figuras de oscuridad, temerosas, preocupadas por el aparentar… Sin embargo, justo al final cuando todo se acabó, cuando Jesús está muerto, cuando ya no hay esperanzan aparecen los dos con la misión de enterrar a Jesús.
Siempre hay alguien que recoge los desechos… Cuando no hay nada que ganar, estos hombres se arman de valor y salen a luz, dejan de habitar en las oscuridades y en el miedo para enterrar a Jesús.
Nicodemo aparece sacando los clavos, manchándose de sangre, tocando el cadáver… aparece a la vista de todos como impuro por haber tocado un cadáver antes de celebrar la fiesta de Pascua… Decidió romper el círculo del miedo cuando todo estaba perdido, decidió salir de la noche y nacer a una vida nueva.
¡Contemplemos una vez más la Cruz! En ella no está clavado un fracasado, está clavado nuestro egoísmo. En ella no cuelga un derrotado, cuelga nuestra cobardía. Esa sangre que vemos no es señal de muerte, es el precio de la libertad y la verdad.