26 septiembre 2025

“Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen”.

San Lucas, desde la honda sensibilidad humana y religiosa que le caracteriza, contrapone las bienaventuranzas de los pobres a los ayes y lamentos de los ricos (Lc 6,20-26). Quiere dejar bien claro desde un principio el sello personal de su mensaje subrayando el compromiso práctico que entraña el discurso programático de Jesús en el inicio de su ministerio público. 

Heredero de un cliché literario muy extendido en los relatos bíblicos, es muy posible que en la parábola esté apuntando directamente al grupo de los fariseos, “amigos del dinero y que se burlaban de Jesús”, como él mismo los señala (16,14). Por mucho que intentaran disfrazarse y justificarse ante Dios y los hombres aferrándose al riguroso y estricto cumplimiento de la Ley, al desentenderse y pasar de largo ante las necesidades del pobre tendido a la puerta del rico, estaban negando y olvidando lo más esencial de la misma.

Y es que, para el tercer evangelista, la compasión hecha realidad en un amor eficaz constituye sin duda uno de los atributos que mejor definen a Dios (1,54; 6,36). ¿No había apuntado ya en esa misma dirección su conocida parábola del Buen Samaritano? Los sacerdotes y los levitas, versados y expertos en la Ley como los fariseos, dan un rodeo y pasan de largo ante el que yacía medio muerto en el camino (10, 25-37). Ninguno de ellos supo responder a las exigencias concretas de su  condición religiosa como responsables y fieles transmisores de la tradición inmemorial de su pueblo. 

Como en el caso del profeta Amós, la parábola de hoy habla de situaciones concretas que cuestionan y denuncian la falsa seguridad de quienes, amparados en la Ley, viven al mismo tiempo cómodamente asentados en el lujo jactándose desdeñosamente de su fina vestimenta y suntuosas comilonas, despreocupados y ajenos a cuanto les rodea. El relato lucano remite figuradamente a un hecho real y constatable que acontece a la vista de todos. La conducta del rico Epulón resulta inexcusable, no admite pretendidas justificaciones. Es así como, de una forma plástica y sugerente, pretende punzar y zaherir la conciencia personal de los lectores llamándoles a la conversión. 

El rico y el pobre -representados respectivamente por Epulón (icono del que nada en riquezas y lleva un alto tren de vida) y por Lázaro (icono del abatido, hambriento y enfermo; de su nombre procede la antigua palabra “lazareto”)- comparten el mismo portal del edificio y se ven varias veces a lo largo del día. Lázaro, llagado y postrado, sufre una y otra vez la más dura de las humillaciones de su vecino: experimenta su total deshumanización, aliviada únicamente por la fidelidad de los perros que lamen sus heridas; vive como si no existiera, pasa totalmente desapercibido, no cuenta para nada. 

Ahora bien, en la 2ª parte del relato cambian las tornas. Se impone la Justicia de Dios dictando la sentencia definitiva (ver Mt 25, 31-46). Mientras que al rico, sordo a las demandas del pobre, le esperan indecibles sufrimientos en las sombrías profundidades del Hades, el pobre es acogido benigna y gozosamente en el seno de Abrahán. Es entonces cuando Epulón, víctima de duros suplicios, pide al Padre Abrahán (de quien los fariseos se tenían por hijos suyos) lo que él había negado a Lázaro durante toda su vida.

En medio del diálogo, escenificado en tres pasos, el rico ruega con insistencia a Abrahán: ¿no podría al menos visitar a sus hermanos para que no sufran su mismo destino? Pero sus peticiones llegan tarde. Primeramente, porque el abismo entre el rico y el pobre es insuperable y su separación definitiva; en segundo lugar, porque quienes no escuchan la voluntad de Dios trasmitida desde antiguo por boca de Moisés y de los profetas, malamente podrán convertirse aunque alguien regrese desde el más allá a este mundo. La suerte estaba echada; ya no cabía vuelta de hoja.

El problema de la pobreza y la injusticia social recorre, como uno de los temas transversales, el evangelio de Lucas. Entre otras razones, porque le preocupaba el peligro que amenazaba a algunos cristianos de finales del siglo primero: si no adinerados, sí acomodados en los confortables estándares de una vida mundana, holgada y despreocupada. De hecho, a renglón seguido de la exhortación que hace hoy Pablo a su discípulo Timoteo en la primera lectura, le da una serie de consejos referidos a los ricos sobre el buen uso de sus bienes para que puedan conseguir los bienes imperecederos de la vida eterna (1 Tm 6, 17-19). 

El problema no son los ricos sino el uso indebido de las riquezas: “no podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13). El rico Epulón no es condenado por haber cometido determinadas injusticias, sino por la sencilla razón de no vivir más que para sí, por no compartir solidariamente su corazón y sus bienes con su vecino necesitado, su “prójimo”. Lo que separa al uno del otro es la puerta cerrada de la casa del rico, su actitud despiadada hacia el que mendiga en su portal, siendo así que Lázaro (significa “Dios ayuda”) es la oportunidad que le brinda el padre Abrahán para redimirse. 

A los fariseos, interesados por el cuándo de la llegada del Reino, les había respondido en cierta ocasión Jesús: “el Reino de Dios ya está entre vosotros” (Lc 17,20-22). Efectivamente, la parábola es una ventana abierta a las mil oportunidades que Dios nos brinda para descubrir su presencia en el aquí y ahora de cada historia personal.

Las tres intervenciones que se suceden en el diálogo entre el rico Epulón y el padre Abrahán lo dejan bien claro: no hay salvación posible para quienes, encerrados en sí mismos, cierran también sus entrañas a quienes encuentran necesitados por el camino desentendiéndose y pasando de largo, sin la más mínima  consideración y respeto hacia ellos. Los bienes recibidos o acaparados, como en el caso de Zaqueo, son para compartirlos generosamente con los empobrecidos (Lc 19,1-10). Ese es el supremo milagro que opera el evangelio en los verdaderos hijos de Abrahán.

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